lunes, 28 de octubre de 2013

El paraíso en la tierra.-

  Estábamos tirados en la playa cuando dejó caer su mano sobre mi mejilla.
El sol caía. Los colores del crepúsculo eran más hermosos que nunca.
Hacía dos años que nos conocíamos, y algunos meses desde que habíamos "formalizado". El era perfecto. Su cabello rubio, su piel suave, el rubor en sus mejillas. Su atuendo a la bohemia, terriblemente ridículo. Solía molestarlo diciendo que parecía recién salido del "mayo francés".
Se encendió un cigarrillo mientras empezó a leer. Lo miraba de reojo, sabiendo cuanto lo incomodaba que lo vieran leer.  Me hubiese gustado hablarle pero no pude romper el manto angelical que lo rodeaba. Me conforme con solo mirarlo de reojo.
Cuando la oscuridad comenzó a inundarnos y las endebles lamparas no fueron suficientes, con una mirada decidimos que era momento de volver al apartamento donde estábamos.
Había sido difícil tomar la decision de viajar. Primero, porque nos resultaba demasiado pronto, y asimismo la idea de estar dos semanas completamente solos era algo extraña.
Y luego, cuando, después de mucho pensarlo tomamos la decision de viajar, no lográbamos acordar cual podía ser el destino posible.
Yo insistía en que sea un destino no muy lejano, ya que en caso de querer volver a casa, podríamos hacerlo.
Diego en cambio, me convenció con la idea de que mientras más lejos mejor. Argumentaba que seria bueno para despegarnos de las ataduras de la ciudad. Utilizo todos sus encantos de literato para convencerme y yo, accedí.
Él hablo de el paraíso en la tierra, creí que exageraba un poco. Aunque debo admitir que al llegar, tuve que tragarme mis palabras. Allí, el agua era más clara, la arena era más suave, la luna era más luna.
Inundados de magia regresamos a nuestra vivienda temporal. Aquella ciudad de Brasil era mágica.
 Cuando ya estábamos tumbados en la cama, volvimos a hablarnos.
-Creo que no hay cosa más hermosa que el silencio - dijo - sabes, creo que podría vivir en silencio. Y más con vos...
-Estas diciendo que hablo mucho.-lo interrumpi
-Para nada, mi vida, sólo digo que me gusta verte en silencio.- dijo zambullendo su mano en mi pelo
Amaba que me tocara el pelo, sigo haciéndolo. 
Le pedí que me leyera algun fragmento de lo que el leía. Aclaro su garganta y comenzó a leer en voz alta, realmente no escuchaba lo que el leía, si no que escuchaba su voz. 
Me encantaba verlo leer. La concentración y la pasión que tenía al leer, su cara se transformaba. Un poco de saliva se alojaba en la comisura de sus labios cuando me miro y dijo "Nada hay más molesto para el hombre que el camino que los conduce a sí mismos" al decir esto me miro otra vez y cerro el libro. Nos dimos un corto y seco beso. 
Fumamos juntos, lluego de hacer el amor. Y así nos dormimos, abrazados, creyendo en que existe el amor verdadero
 

Agustina Rocha - 28/10/2013

domingo, 27 de octubre de 2013

No hay nada más molesto para el hombre que seguir el camino que lo conduce a sí mismo.-

“Mi hermano”

Volvíamos de la plaza con ella y algunos compañeros de la escuela. Recuerdo que caminábamos por Diagonal Norte cuando la policía llego, y comenzó a reprimir, no importaba, que fuesen niños, ansíanos, jóvenes universitarios, o embarazadas. En esa Argentina, todo daba lo mismo.
Como pudimos, la agarre de la mano y corrí entre el gas lacrimógeno y las cientos de personas que allí estaban. Pudimos abrir paso entre las cachiporras policiales.  No conocía, ni conozco,  demasiado la capital.
Pronto reconocí, la pureza angelical del corazón de la ciudad. El obelisco, siempre allí parado, tan ingenuo a lo que sucedía en su ciudad, tan ajeno a los padecimientos de su pueblo. 
Me costaba respirar, la fatiga, los gases y el miedo habían creado en mí un polvorín altamente perjudicial. Cuando bajamos las escaleras del subte, sentí que mi alma volvía, después de un largo paseo, a mi cuerpo. De inmediato comencé a recordar a los chicos, que habían quedado atrás, pensé en ir a buscarlos, pero por alguna razón que ahora no recuerdo, no lo hice.
Trate  de consolarme que seguro estaban bien, que mañana los vería en el colegio y todo seguiría como siempre.
Cuando nos subimos al subte, pude empezar a comprender lo que allí había pasado. Tenía diez años cuando la dictadura había comenzado, por ende sabía muy bien lo que era ser reprimido, desde lo físico hasta lo emocional. En casa, mamá había forrado todos los libros de María Elena Walsh, con tapas de libros de cocina. O muchos de los discos de “Los Beatles” los había quemado en los asados de los domingos.
Había ido a esa marcha por eso, porque nos querían prohibir pensar, pero, no se puede no pensar.
Todo el viaje lo transcurrimos en silencio, tratando de no mirarnos. En el viaje de tren esto se repitió.
La acompañe hasta su casa. Seguro, mamá estaba preguntándose porque no llegaba, le había dicho que iría a la casa de mi novia para que no se preocupara.
Cuando llegue a casa todo transcurrió sin ningún tipo de anormalidad, lo único raro, fue que allí estaba mi hermano. Desde que había ingresado a la colimba, lo veíamos poco y nada en casa, y mucho menos un día de semana.
Había venido en busca de algunos efectos personales y a saludar a Mamá y a Papá. –
Su forma de pensar siempre nos había hecho entrar en cortocircuito.
Comimos todos juntos y en silencio, durmió en casa, no lo vi irse.
Al otro día, declararon la guerra. Esa noche fue la última vez que lo veríamos.


Agustina Rocha – 09/10/2013